Según pasa la vida


    


 Ay, me quemé con la puerta del horno, siempre el mismo dedo, por suerte la torta salió bien, espero que no se rompa al desmoldarla.
    Esta tarde nos juntamos con las chicas. Me pinto las uñas mientras las espero.
    A lo largo del día me llegaron como chispazos los recuerdos de los años compartidos, las charlas con las amigas, tengo nauseas, estoy embarazada, mi bebé no me deja dormir. Las tareas del colegio de los chicos, tengo que dejar la comida preparada antes de ir a trabajar, ya no sé qué cocinar. Prohibido hablar del colegio.
Los maridos, estos tipos dejan todo tirado, las cuñadas, los suegros metidos,
Las angustias por las salidas de los adolescentes, las materias que se llevan a rendir, los noviecitos. El ingreso a la Universidad, que es el egreso del hogar  para regresar el fin de semana, traen hambre y un montón de ropa sucia,
     Ese desgraciado se fue con una piba, le dio el viejazo, si vuelve correlo.
     Me miro las manos, me gusta este color.
     El sonido del timbre me saca de mis pensamientos, ya llegaron, cada una trae algo para el te.
     Retomamos la charla de la semana pasada, relajadas, sin apuro. Por favor dame un almohadón, me duele la cadera, no veo nada tengo que cambiar los anteojos, estoy cansada, ayer me dejaron los chicos.
      Qué lindo te queda ese color de pelo, cubre bien, descubrí una crema ansiedad mágica, los imanes de la heladera no me alcanzan, lo que no anoto lo olvido.
      Las clases de yoga, los tejidos, el taller literario y el de tango
      Y el infaltable, el omnipresente tema: los calores, abrí la ventana, cerrala, prestame algo para apantallarme, a mi dejame cerca del hogar, siempre tengo los pies fríos.
       Hoy nos juntamos con las chicas de mi edad, con las que lloramos muchas veces aunque fueron más las que reímos, con las que  compartimos esta interminable charla llamada vida

Nostalgia







Deja que el agua corra sobre su cuerpo reflejado en el espejo, nota que ya no tiene la lozanía de los cuarenta, los hombros deprimidos, el abdomen algo prominente y las nalgas que se empeñan en caer a pesar de la hora diaria de gimnasio.
Los cincuenta y uno le pegaron fuerte.
Desde la cocina su mujer pregunta 
¿Te falta mucho?, ya está el desayuno, apurate amor, se enfría.
Ese desayuno con cereales, té verde, galletas de arroz, tofu y varias cosas más que no le gustan.
Está estático bajo la ducha, desde afuera ella relata lo que hará durante el día. Irá a su trabajo, es abogada, como él, en el horario de almuerzo le bastara con una fruta y un yogur, aprovechará para salir a correr un rato, de vuelta tomará su lección de violín, no, no, eso es mañana, hoy ira a su clase de salsa. Le recuerda que por la noche arregló para juntarse, los dos, con unos amigos en un bar genial, con unas mesas largas cubiertas con papel de estraza, con largos bancos de madera, allí sirven pizza t vino tinto en jarras, se leen poesías y uno de su grupo tocará.
Y todo esto con esa música Sen que pone por la mañana, según dice prepara el espíritu para tener un buen día. 
Ya no la soporta, cuando la conoció quedo deslumbrado, era tan hermosa, tan fresca, mejor dicho es tan hermosa y tan fresca, por un tiempo había perdido la cabeza, sólo vivía para estar a su aldo. 
Ahora se siente ahogado, arrinconado. Sale del baño dispuesto a hablarle, decirle que no la soporta más, la ve linda, enfundada en ese jean ajustado, las botas de moda, el cabello largo ligeramente ondulado, vital sonriéndole, la ve desconocida.
Estos cuatro años de matrimonio lo han extenuado, extraña quedarse en casa por las noches viendo televisión, leyendo la sección deportiva del diario. Se siente envejecido, sufre los veintitrés años más que tiene sobre la edad de su mujer. Decide pedirle el divorcio y se lo dice, pero ella no lo registra, le sonríe, lo besa, toma su gran bolso y se va.
No desayuna, sale a la calle, decide no ir a su estudio, ni a tribunales, menos a la facultad allí la conoció, era su alumna.
Camina sin rumbo, entra a una confitería, desde una mesa una mujer lo saluda, es su ex mujer, hace un año que no se ven, desde el bautismo de su único nieto, esta bella y serena, como siempre. Se sienta, toman un café, charlan, recuerdan anécdotas, ríen juntos, se siente feliz, será el destino que decidió reunirlos, desea volver el tiempo atrás, quizás estén a tiempo, ve que ella aún lleva la alianza.
Se acerca a la mesa un hombre elegante, saluda dirigiéndose a ella, se disculpa, quedo atascado en un embotellamiento de tránsito, la besa en los labios. Ella los presenta divertida: mi ex, mi actual, nos casamos hace veinte días. Y le muestra la mano con el anillo.

El regreso




Sucedió en un pueblo de casas bajas apiñadas en derredor del puerto, un pueblo del que muy pocos recuerdan el nombre
Habían partido a realizar la dura tarea cotidiana de adentrarse en las aguas profundas del mar para arrancar la vida que pulula bajo ellas. Debían regresar al amanecer, pero no volvieron, los familiares quedaron en la orilla esperando en vano.
Esa noche no hubo tormenta, ni siquiera una nube que ocultara el brillo de las estrellas. Y una luna llena, soberbia, iluminó la estela de espuma blanca que las naves dibujaron mientras se alejaban.
Pasaron los días, se abandonó la búsqueda. Las familias del lugar lloraban a sus hijos, padres, esposos y hermanos que el mar les arrebatara.
Luego de cuatro semanas, mientras caía una lluvia pesada, los vieron descender de las barcas, vestían las mismas ropas con las que partieran.
Nunca lograron contar qué sucedió durante ese tiempo, para ellos, una noche de la que sólo recordaban el reflejo de la luna en las negras y calmas aguas de ese mar planchado al que no podían dejar de mirar.

Misteriosa musiquita





Llegó a su nueva residencia, un departamento interno que había alquilado en el centro. Hacía tiempo que salía publicado en La Voz del Interior.
Tenía una cocina chica, un estar amplio con una ventana que recibía luz desde un patio interior y un dormitorio. Perfecto para él, un hombre joven, soltero, además barato y no exigían garantía.
En el estar se apilaban los canastos que la mudadora dejara en la mañana.
Ya anochecía, tendió la cama, encendió el televisor que había colocado enfrente, sobre una mesa ratona.
De pronto escuchó unos sonidos como de caja musical, no sabía de dónde provenían, bajó el volumen del televisor y se incorporó poniendo atención, se levantó y caminó por la habitación tratando de ubicarlo. Por momentos cesaba, pensó que venían del exterior y se volvió a la cama.
La musiquita se volvió más intensa, nuevamente se levantó, se dirigió al estar acercándose a cada canasto pero el sonido venía del dormitorio, lentamente observó cada rincón, se inclinó para ver debajo de la cama, sólo estaban las zapatillas y las medias que se había sacado. Revisó la ropa apilada en una silla, el sonido paraba y luego sonaba más intensamente, decidió ignorarlo. Mañana domingo tendría que acomodar muebles y ropa, por suerte vendría Clara, su novia, a ayudarlo.
Estaba cansado, apagó la luz y se dispuso a dormir. La música comenzó a sonar más acelerada, más intensa, casi frenética. En la oscuridad aguzó el oído, creyó que provenía del interior del placard, sin encender la luz se puso de pie y descalzo caminó hacia él, abrió la puerta y alumbró con el celular, en un rincón había un muñeco de celuloide que sonaba al balancearse sobre su base redondeada, de esos llamados tentempié.
Sonrió y se burló de si mismo por haber sentido un poco de resquemor al abrir la puerta. Pensó que alguna corriente de aire lo agitaba.
Había comido temprano en casa de sus padres y ya era la una de la madrugada, sintió un poco de hambre, recordó que en la cocina tenía una bolsa con fruta, eligió una manzana, buscó en una caja un cuchillo y una servilleta de papel y se la llevó a la cama. La comió, apagó la luz y se durmió.
La puerta del placard había quedado abierta, la música recomenzó. Ya molesto se incorporó pero el juguete estaba sobre la cama, la música sonaba estruendosa, infernal, trató de tomarlo para arrojarlo afuera...
Por la mañana llegó Clara, tocó el timbre pero él no respondía, abrió con su llave. Entró al living y un sonido la atrajo hacia el dormitorio. Allí estaba él, en un charco de sangre. Sobre la sangre de su amor, un juguete se balanceaba. A su lado, un cuchillo.
Luego de cierto tiempo apareció el aviso “Se alquila departamento interno...”

Amor primero








     En el fondo del pozo, así se sentía. Apocado, callado, amándola en silencio.
     Cada noche soñaba que juntaría coraje y le hablaría de su amor, pero al verla al  día siguiente, enmudecía. La observaba desde lejos cuando, rodeada de sus amigos, oía que su risa sobresalía.
     Él no se reconocía valores para merecerla, tímido, de escaso vocabulario, sin sentido del humor. ¿Qué encontraría de bueno ella en él? Y así, amando y sufriendo, el último año del secundario llegaba a su fin.
     Más de una vez le pareció sentir la clara mirada de ella sobre él y rogaba que fuera cierto, pero no la miraba para no desencantarse. Finalmente, en el último mes cuando se intercambiaban los cuadernos de Notas para escribirse saludos y buenos deseos de despedida utilizando las últimas hojas en blanco que quedaban, no pudo resistir el deseo de oler el cuaderno de ella cuando lo recibió y tocarlo y pasárselo por el rostro como si fueran las manos amadas. Tampoco se privó de hojearlo, buscando notas recriminatorias, no las había. Lo que sí encontró fueron muchos corazones atravesados por flechas que unían su nombre y el de ella.  Su cara se llenó de calor y al buscarla con sus ojos húmedos, la descubrió leyendo sus cartas, las que él nunca le enviara.
     Se miraron, sonrieron emocionados y luego, como si se pertenecieran desde siempre. Caminaron de la mano sonrosados compartiendo en el recreo el mismo amor y la misma timidez, mientras comenzaban a sentirse fuertes, poderosos, dueños del mundo.

Celia Maldonado

Búsqueda








     Miró el reloj con ansiedad; le parecía que los minuteros  estaban siempre en el mismo lugar. Su madre lo tranquilizaba
     —Hay que tener paciencia
     Él estaba demasiado apurado para calmarse; no veía la hora de alejarse de su pueblo, de su casa, de su gente.    Miró otra vez el reloj, faltaba poco.
     Era su primer viaje en tren, recordó el revuelo en el pueblo cuando se tendieron los rieles y se construyó  la estación. Muchos los aldeanos se habían sentido invadidos por esa gente que hablaba en otra lengua, que acarreaba máquinas y herramientas desconocidas para ellos.
     En poco tiempo los ingleses o los gringos, como los llamaban, se integraron al lugar y pasaron a formar parte del paisaje. Trajeron sus costumbres y sus normas, la puntualidad era una de ellas. Por eso, cuando otra vez miró el reloj supo que la llegada del tren estaba próxima y tomó su humilde equipaje: una valija de cartón y un atado de ropa contenido en una sábana anudada.
     —Abráceme, mamá, que estos gringos son muy puntuales; ya me voy, bendígame, mamá.
     Y caminó hacia la estación, arrugando entre los dedos  el boleto del último ferrocarril de la semana. Le parecía mentira dejar  casa y familia,  probar el tren,  saber lo que era viajar en uno. Ya no había lugar para él en el pueblo,  lo ahogaba. Ya no aceptaba que sus días transcurrieran cuidando animales o levantando maíz, necesitaba aprender y conocer más para tener otros temas de conversación.  Buscaría su oportunidad. Ese entusiasmo le daba fuerzas para no llorar.
     Se ubicó en el asiento, por la ventanilla veía fotos de su pueblo que perdían nitidez a medida que el tren avanzaba. No se avergonzaba de llorar.
     Lloraría también, pero de emoción cuando el mismo tren lo trajera de vuelta, convertido en una mejor persona, con muchas cosas para contar.

Celia Maldonado

Penélope otra vez




     Caminé por la interminable avenida de álamos donde apenas llegaba la luz natural; lo hice sin prisa, disfrutando del crujir de las hojas secas que pisaba casi con respeto.      Era una alfombra amarilla que volaba con la brisa susurrando quién sabe qué.
     De pronto me encontré otra vez cara al sol y a pocos metros de una antigua y señorial casona, rodeada de añosos árboles y una Santa Rita que subía hasta el altillo regalando el espectáculo de sus flores rojas.
     Abrí el portón y, a pesar de no haber estado nunca allí, cada aspecto me era familiar ya que recordaba los detalles de la carta. Avancé sin ruido, todo el paisaje dormía la siesta otoñal. Busqué un timbre, no había; una aldaba, tampoco, empujé la puerta y cedió.
     Encontré una sala enorme con un hogar donde crepitaban leños que ardían alegremente y una mesa de té dispuesta para dos adornada con violetas ya marchitas.
     Luego entendería que no era a mí a quien se esperaba.
     La calidez del lugar no impidió que sintiera un escalofrío provocado por una presencia que intuía muy cerca de mí.; volteé  y allí estaba,  quieta junto a la ventana, Sus ojos tristes, curiosos, me taladraban.  Sus labios anhelantes que se habían quedado para siempre esperando aquel beso, no respondieron mi saludo. Tanto en su falda como en el piso había muchas cartas amarillas y sobre la alfombra, junto a sus pies, una pequeña caja de madera con el candado roto. Sus lánguidas manos sostenían una foto color sepia. Creí estar frente a un cuadro. El único signo de emoción en la triste y dormida belleza del rostro de la anciana eran las lágrimas que corrían silenciosas.
     —¡No, qué no se moje la foto de mi padre!  —exclamé, asustada y sorprendida.

Celia Maldonado