El viaje fue tedioso, cuando uno deja las sierras y se va adentrando al noroeste, las sabanas blancas ocupan todo el paisaje. Imposible creer lo que los sentidos acusan. Las aves no existen, no hay ruidos. Así imaginaba el paisaje lunar, tal vez esto me resultase peor. Las salinas son áridas, lúgubres, insalubres.
Las personas que allí trabajan viven menos, pierden rápidamente la visión, la sequedad corporal es mas evidente y el nivel intelectual es tan pobre como el entorno. La sal, parece, también afecta la salud síquica. Apenas dejamos las salinas llegamos a un pueblo, si es que se puede llamar así a cuatro casas, dos árboles esqueléticos, un pozo de agua común y veinte habitantes viejos, incluidos los cuatro niños, nadie escapa a la vejez prematura.
Me apeé del colectivo y adentré en ese paisaje de muerte
—¿A que vine? —me pregunté. Y no supe la respuesta .
Yo era tan pobre como el entorno, no asombraría a nadie. Mi traje era una donación, mis zapatos también, no tenía medias, me había envuelto los pies con tiras de tela para no lastimarme. Lucía un sombrero raído que fuera de fieltro pero tan gastado ahora que era de lienzo, sin embargo aún conservaba la forma.
—Las cosas caras y buenas duran mucho —pensé.
De una mano colgaba un portafolio de esos de la década del 50, marrón con divisiones y dos grandes bolsillos. No estaba roto, sólo había perdido el brillo y sus bordes estaban deslucidos, Daba la impresión que pesaba mucho pero sólo llevaba unas fotos que a nadie importaban.
Marta Aimetta