Búsqueda








     Miró el reloj con ansiedad; le parecía que los minuteros  estaban siempre en el mismo lugar. Su madre lo tranquilizaba
     —Hay que tener paciencia
     Él estaba demasiado apurado para calmarse; no veía la hora de alejarse de su pueblo, de su casa, de su gente.    Miró otra vez el reloj, faltaba poco.
     Era su primer viaje en tren, recordó el revuelo en el pueblo cuando se tendieron los rieles y se construyó  la estación. Muchos los aldeanos se habían sentido invadidos por esa gente que hablaba en otra lengua, que acarreaba máquinas y herramientas desconocidas para ellos.
     En poco tiempo los ingleses o los gringos, como los llamaban, se integraron al lugar y pasaron a formar parte del paisaje. Trajeron sus costumbres y sus normas, la puntualidad era una de ellas. Por eso, cuando otra vez miró el reloj supo que la llegada del tren estaba próxima y tomó su humilde equipaje: una valija de cartón y un atado de ropa contenido en una sábana anudada.
     —Abráceme, mamá, que estos gringos son muy puntuales; ya me voy, bendígame, mamá.
     Y caminó hacia la estación, arrugando entre los dedos  el boleto del último ferrocarril de la semana. Le parecía mentira dejar  casa y familia,  probar el tren,  saber lo que era viajar en uno. Ya no había lugar para él en el pueblo,  lo ahogaba. Ya no aceptaba que sus días transcurrieran cuidando animales o levantando maíz, necesitaba aprender y conocer más para tener otros temas de conversación.  Buscaría su oportunidad. Ese entusiasmo le daba fuerzas para no llorar.
     Se ubicó en el asiento, por la ventanilla veía fotos de su pueblo que perdían nitidez a medida que el tren avanzaba. No se avergonzaba de llorar.
     Lloraría también, pero de emoción cuando el mismo tren lo trajera de vuelta, convertido en una mejor persona, con muchas cosas para contar.

Celia Maldonado