La cortina




     Iba caminando lentamente hacia el centro de la ciudad, tan distraída que no noté una presencia a mi lado, cuando lo advertí giré mi cabeza y solo vi una sombra.
Me  parecía imprudente pararme y darme vuelta, seguí mi camino. La sombra siguió conmigo.
     Un escozor me invadía pero no me detuve.
     A medida que avanzaba era como si el centro se alejase. Yo vivía a pocas cuadras por lo tanto tenia bien contabilizada la distancia.
    —Es una sensación, me dije y continúe. De repente sentí que el aire cambiaba, corría más ligero, no era una brisa, imagine una  tormenta repentina. Continúe y la sombra apresuró su paso; de repente  se desato una lluvia pero  a mí no me mojaba y ¡oh!  sorpresa, la estaba  mirando desde arriba de la nube.
Cuando el chubasco pasó seguí caminando hacia un centro que nunca aparecía.
Algo me sobresaltó, los edificios horizontales se inclinaban a mi paso, saludándome, me recordaba el noticiero y su prende y apaga solo que aquí era más asombroso, se inclinaban y enderezaban.
    La sombra me seguía.
    A esta altura ya sabía que no era más que una sombra.
   Crucé el río y advertí cuan cristalinas eran sus aguas; la gente se bañaba en ellas y los niños jugaban sin peligro a la contaminación.
   De golpe una noche oscura se irguió frente a nosotros, a mi espalda brillaba el sol.
   —¿Que pasa? —pregunté.
   —Es el infierno, fue la respuesta de la sombra que por primera vez se hacía notar.
   —Volvamos, le dije.
   —No, todos debemos vivir el nuestro. Ya has pasado por el cielo; tus dudas sobre mi, ha sido tu purgatorio y esta oscuridad es lo tan temido.
   —¡Nunca escuché tantas tonterías! –respondí,  y me zambullí en esas tinieblas.


   No me pregunten qué sucedió a continuación, sólo sé decirles que el centro de mi ciudad apareció tal cual yo lo conozco,  nada había cambiado. Yo era la misma transitando sus calles que tanto conocía, pero no estaba sola; un señor me  llevaba del brazo muy orondo. Cuando nos cruzábamos con algún amigo me presentaba:
   —Mi esposa.




Marta Aimetta