La cuerda






     Empezó al atardecer como una bruma que solo alcanzaba a los zapatos de los transeúntes, pero con el paso de las horas eran nubes densas que rodeaban a la gente, escondiendo a unos de otros. Las luces eran círculos esfumados que sólo se alumbraban a sí mismas.
     A la institutriz le fueron dadas dos horas de permiso al termino de sus clases; la noche se cerró como el manto de un monje, no había estrellas y la luna con tanto frio no se atrevió a salir; pero ella sí.     
     Decir que no tenía miedo sería infiel a la realidad, pero el impulso de verlo nuevamente era imperioso. La niebla se hizo una cortina de agua que calaba hasta los huesos, el paraguas en el bolso representaba la pasada precaución. La lluvia era torrencial, pararse para abrirlo no hubiese servido de nada.     
   Apuró el paso, las ráfagas golpeaban su espalda, sus pies se hundían en el agua de las calles y una sensación de tragedia inundaba su espíritu.
   —¿Por qué pienso esto? —se pregunto.  —Solo estoy a unas calles de verlo, me sentiré amada, amparada, acompañada.     
   Balanceó el bolso y sintió el roce del paraguas inservible.     Al llegar a destino sacudió sus ropas, se quito los zapatos, dio vuelta el bolso lleno de agua. Allí mismo cayo el paraguas, no se molesto en recogerlo.     
    Entró, una gruesa cuerda le rodeó el cuello. No supo qué paso.     
    Él se desprendió del cuerpo con facilidad.    
    Al otro día se intentó averiguar qué había pasado con la institutriz. Sólo un paraguas podría haber delatado al asesino, pero una mano anónima lo había recogido para seguir su camino despreocupadamente.


Marta Aimetta