Caminé por la interminable avenida de
álamos donde apenas llegaba la luz natural; lo hice sin prisa, disfrutando del
crujir de las hojas secas que pisaba casi con respeto. Era una alfombra
amarilla que volaba con la brisa susurrando quién sabe qué.
De pronto me encontré otra vez cara al
sol y a pocos metros de una antigua y señorial casona, rodeada de añosos
árboles y una Santa Rita que subía hasta el altillo regalando el espectáculo de
sus flores rojas.
Abrí el portón y, a pesar de no haber
estado nunca allí, cada aspecto me era familiar ya que recordaba los detalles
de la carta. Avancé sin ruido, todo el paisaje dormía la siesta otoñal. Busqué
un timbre, no había; una aldaba, tampoco, empujé la puerta y cedió.
Encontré una sala enorme con un hogar
donde crepitaban leños que ardían alegremente y una mesa de té dispuesta para
dos adornada con violetas ya marchitas.
Luego entendería que no era a mí a quien
se esperaba.
La calidez del lugar no impidió que
sintiera un escalofrío provocado por una presencia que intuía muy cerca de mí.;
volteé y allí estaba, quieta junto a la ventana, Sus ojos tristes,
curiosos, me taladraban. Sus labios
anhelantes que se habían quedado para siempre esperando aquel beso, no
respondieron mi saludo. Tanto en su falda como en el piso había muchas cartas
amarillas y sobre la alfombra, junto a sus pies, una pequeña caja de madera con
el candado roto. Sus lánguidas manos sostenían una foto color sepia. Creí estar
frente a un cuadro. El único signo de emoción en la triste y dormida belleza
del rostro de la anciana eran las lágrimas que corrían silenciosas.
—¡No, qué no se moje la foto de mi padre!
—exclamé, asustada y sorprendida.
Celia Maldonado