La comunidad presumía de sus
poderes, habitualmente no los ponía en práctica, era cosa tabú y como tal
se ocultaba.
La niña desapareció, un día,
sin dejar rastro, eso fue lo que la policía trasmitió, a lo mejor otra
era la verdad.
La comunidad
no vivió tranquila a partir de ese momento, se preocupó y ocupó;
trató de hallar alguna señal en las no señales, saber algo en la ignorancia,
hacer eco donde no hay paredes. Así día tras día hasta que decidieron
hablar con él. Era cuestión de convencerlo. Así lo hicieron.
Los recibió a
desgano. No fue cordial ni amistoso, si bien vivía en el lugar no se
consideraba lugareño sino vecino transitorio y así lo demostró
Aceptó el desafío, no era
para menos, encontrar lo desaparecido es un reto para todos y más cuando
enfrentaría críticas de los expertos policiales.
Recorrió el lugar,
paso a paso, piedra por piedra, hurgó, escudriñó, pasó horas vigilando por eso
de que siempre se vuelve al lugar...y por fin dio con algo
extraño, mostró sus manos abiertas con el objeto en ellas, como un
cuenco.
Sólo era una piedra que nada se
diferenciaba de las demás, sin embargo no era así para él. Tenia una
pequeña mancha que según sus teorías era sangre. Confirmado el hallazgo,
lo hicieron evidencia.
Se saturó el lugar, se revisó
cada una de las cosas pequeñas o no, nada, sólo éso, una sin importancia.
Entonces, el destino, ese ser
invisible se corporizó, y allí sin mediar hechos ajenos, ni cosa
extrasensorial, él grito su verdad; no veía nada, todo era un
invento, no sabia de investigaciones, ni presunciones, nada de nada.
Se entregó, de la misma manera que
antes había mostrado el objeto, con las manos abiertas como un cuenco.
Marta Aimetta