Cada noche soñaba que juntaría coraje y le hablaría de
su amor, pero al verla al día siguiente,
enmudecía. La observaba desde lejos cuando, rodeada de sus amigos, oía que su
risa sobresalía.
Él no se reconocía valores para merecerla, tímido, de
escaso vocabulario, sin sentido del humor. ¿Qué encontraría de bueno ella en
él? Y así, amando y sufriendo, el último año del secundario llegaba a su fin.
Más de una vez le pareció sentir la clara mirada de
ella sobre él y rogaba que fuera cierto, pero no la miraba para no
desencantarse. Finalmente, en el último mes cuando se intercambiaban los
cuadernos de Notas para escribirse saludos y buenos deseos de despedida
utilizando las últimas hojas en blanco que quedaban, no pudo resistir el deseo
de oler el cuaderno de ella cuando lo recibió y tocarlo y pasárselo por el
rostro como si fueran las manos amadas. Tampoco se privó de hojearlo, buscando
notas recriminatorias, no las había. Lo que sí encontró fueron muchos corazones
atravesados por flechas que unían su nombre y el de ella. Su cara se llenó de calor y al buscarla con
sus ojos húmedos, la descubrió leyendo sus cartas, las que él nunca le enviara.
Se miraron, sonrieron emocionados y luego, como si se
pertenecieran desde siempre. Caminaron de la mano sonrosados compartiendo en el
recreo el mismo amor y la misma timidez, mientras comenzaban a sentirse
fuertes, poderosos, dueños del mundo.
Celia Maldonado